¿Se puede cambiar sin dejar de ser uno mismo?
Esa es la gran pregunta que se hacen muchas bodegas cuando sienten que su imagen visual quedó desactualizada, pero temen romper el lazo con su historia y con quienes las eligen desde siempre. La buena noticia es que no solo se puede, sino que muchas veces es necesario. Y hay formas estratégicas de hacerlo.
- Identidad no es diseño: es una narrativa visual
Antes de cambiar una etiqueta, hay que volver al origen. ¿Cuál es la historia de la bodega? ¿Qué valores atraviesan sus vinos, desde el viñedo hasta la copa? La identidad es mucho más que una imagen estética: es un relato. Si ese relato está claro, el rediseño no será un quiebre, sino una evolución natural. - Detectar qué elementos son irrenunciables
En cada proyecto hay elementos visuales que deben conservarse: puede ser una tipografía, un ícono, una paleta de colores o incluso un tono de voz. Identificarlos es clave para construir una nueva imagen que dialogue con la anterior. Es como restaurar una obra: no se pinta encima, se rescata lo valioso y se realza. - Escuchar al consumidor
A veces el cambio responde a la necesidad de llegar a nuevos públicos sin perder a los actuales. Una etiqueta moderna, una línea alternativa o un rediseño sutil puede abrir puertas sin cerrar otras. ¿Quiénes nos compran hoy? ¿A quiénes quisiéramos llegar? Las respuestas deben estar presentes en cada decisión visual. - La coherencia vale más que la novedad
Cambiar por cambiar no suma. El rediseño debe tener sentido dentro del universo de la marca. Si la bodega se basa en lo artesanal, el nuevo diseño puede ser contemporáneo, sí, pero debe conservar una sensibilidad acorde a la narrativa de la marca.
Renovar la imagen de una bodega no es empezar de cero, es animarse a una nueva lectura del producto. Como diseñadores, tenemos el gran desafío de traducir esa evolución visualmente, sin que se pierda lo que hace única a cada marca.